1. Galípoli, el nacimiento de la Turquía moderna
Es una mañana de invierno fría y radiante y el ferry cruza
perezosamente el estrecho de los Dardanelos desde Canakkale hacia
Eceabat, en la península de Galípoli, en el noroeste de la actual Turquía. La embarcación transporta algunos coches y autobuses y a unas pocas personas, que observan el mar casi vacío.
La imagen era muy diferente otra mañana de invierno, la del 19 de
febrero de 1915, cuando acorazados británicos y franceses comenzaron a
bombardear los fuertes que el Imperio Otomano —aliado de las Potencias
Centrales— había establecido a ambos lados del estrecho.
Los Aliados querían controlar los Dardanelos y llegar hasta
Constantinopla en el Bósforo. Su gran ofensiva naval tuvo lugar un mes
después: 18 acorazados, acompañados de cruceros y destructores, buscaron
alcanzar la parte más estrecha del paso. El resultado fue de tres
acorazados hundidos y otros tres dañados.
Los Aliados decidieron entonces atacar por tierra. El 25 de abril,
soldados británicos desembarcaron en el extremo sur de la península.
Fuerzas australianas y neozelandesas, o ANZAC, por sus siglas en inglés,
lo hicieron en una estrecha playa en la costa oeste, que acabaría
siendo conocida como la Cala de ANZAC.
oy, la península de Galípoli recibe el ferry entre el frío y el
viento y con un paisaje de pequeñas playas escarpadas y caminos que
serpentean entre colinas llenas de pinos. Y de tumbas.
Lápidas blancas, pequeños monumentos y memoriales enormes surgen
continuamente a ambos lados de los caminos y conforman 32 cementerios en
los que yacen soldados del bando aliado. Además, hay al menos 28 fosas
comunes en las que las tropas otomanas enterraron a sus caídos.
El día del desembarco, los turcos consiguieron contener el ataque
pero en ANZAC pronto se quedaron sin munición. Mustafá Kemal, un
teniente coronel de 34 años, arengó entonces a sus soldados: "Os ordeno
no que luchéis sino que muráis. En el tiempo que pase hasta que muramos,
otros soldados y otros comandantes podrán avanzar y ocupar nuestros
puestos". Sus tropas, armadas únicamente con bayonetas, se lanzaron al
encuentro de australianos y neozelandeses, que fueron contenidos.
Tras el conflicto, Kemal lideraría a los turcos en su Guerra de la
Independencia contra los Aliados y, en 1923, se convertiría en el
fundador de la República Turca. Acabó recibiendo el título de Ataturk,
o "padre de los turcos". Hoy, Turquía conmemora la defensa otomana de
Galípoli como el momento clave que dio origen a la idea moderna de su
actual república.
Durante la campaña, una tregua permitió a australianos y
neozelandeses confraternizar con los turcos, en lo que sería el inicio
de una amistad particular. El sufrimiento compartido acabó provocando
gestos de camaradería. Los turcos lanzaban dátiles y dulces al otro lado
de la tierra de nadie y los aliados respondían con carne enlatada y
cigarros.
"La Campaña de Galípoli se convirtió en algo muy importante para la
psique australiana, cuando aún éramos un país joven y deseoso de mostrar
a la patria ancestral que ya éramos mayores", reflexiona Nicholas
Sergi, cónsul australiano en Canakkale y que extiende esta impresión a
sus vecinos neozelandeses.
Hoy, Canakkale y la Península de Galípoli se han convertido en lugar
de peregrinaje. El 25 de abril, día del desembarco, es para Australia y
Nueva Zelanda el Día de ANZAC, una fiesta nacional que conmemora la
Campaña y que cuenta con actos oficiales también en Galípoli. No sólo
Turquía sino también los oceánicos trazan a aquella campaña el
nacimiento de sus naciones.
En 1915, los Aliados, vencidos por la resistencia turca y la dureza
de las condiciones, acabaron evacuando la península entre diciembre y
enero. Aunque las cifras exactas se desconocen, se considera que cada
bando sufrió unas 250.000 muertes, debidas tanto a los combates como a
enfermedades. Medio millón de muertos, de los que unos 120.000 están
enterrados en Galípoli.
“A esos héroes que derramaron su sangre y perdieron sus vidas, ahora
vivís en la tierra de un país amigo, por lo que podéis descansar en paz.
Para nosotros, no hay diferencias entre los Johnnies y los Mehmets que
yacen juntos aquí en nuestro país”, escribió Ataturk en 1934 para
conmemorar la batalla.
Hoy, ya de noche, el ferry vuelve hacia Canakkale. Una enorme
inscripción iluminada en una de las colinas rompe la oscuridad. Son
palabras del poeta turco Necmettin Halil Onan:
“¡Detente, viajero!
La tierra que pisas
Fue una vez testigo del fin de una era.”
Por Jose Miguel Calatayud (El País)
2. El frente del Piave
En Visnadello, un pequeño barrio del pequeño municipio de Spresiano,
en la provincia de Treviso, a cuatro kilómetros del río Piave, hay una
casa que narra una historia. Se llama, desde que se construyó en 1899, Casa Rossi.
La historia que cuenta es tan gloriosa que los italianos la han
convertido en leyenda, “La leyenda del Piave”: “Se oía al fin desde las
amadas orillas, / susurrado y leve, el júbilo de las olas. / Era un
presagio dulce y lisonjero, / el Piave murmuró: / No pasa el
extranjero”. Durante varias generaciones, hemos crecido con estos versos
en la cabeza, aprendidos en el colegio. Es una de las pocas victorias
genuinas que podemos celebrar los italianos. Aquí, en las amadas
orillas, durante tres años, nuestros soldados libraron con los
austrohúngaros una de las batallas más terribles de la Gran Guerra. Al
final, el extranjero no pasó.
Los Rossi siguen viviendo aquí. La mujer que me recibe se llama Norina, esposa de Giacomo Rossi, apodado Gimo,
con el que tuvo dos hijos, Paola y Piero. Otro Piero, el padre de
Giacomo, tenía 31 años en el otoño de 1917, cuando --después de la
derrota de Caporetto--, el ejército italiano requisó la casa para
convertirla en pusto avanzado del mando para la resistencia en el Piave.
“Se evacuó a las mujeres --relata la signora Norina-- a Cento,
en el Ferrarese; a mi futuro suegro Piero le llamaron a filas y le
enviaron a Saronno, en Lombardía; su padre se quedó en casa como
anfitrión de los soldados”. Los soldados eran los del 79º Batallón de
Zapadores del Arma de Ingenieros, bajo el mando del comandante Mario
Fiore, un napolitano nacido en 1886 y alumno de la Academia Militar de
Turín. En una pared de la casa, una lápida colgada el 17 de junio de
1934 recuerda su presencia.
Cassa Rossi está hoy, en el edificio principal, prácticamente
como en los años de la Gran Guerra. Salvo que entonces todo esto era
campo abierto; había un martillo pilón para fabricar material agrícola y
un molino alimentado por un ramal del Piave, el canal Piavesella. En el
salón, junto al sofá, queda una caja de madera revestida de cobre en la
que se guardaban los fusiles. “Mi padre, Luigi Secondo Bettiol, había
nacido en el 99. Le llamaron a filas a los 17 años y luchó la batalla
del Piave en Pederobba; después le nombraron Cavaliere de Vittorio Veneto”, relata la signora
Norina, que ha escrito las memorias de la familia y conserva el diario
que redactó el comandante Fiore en esta casa. Una reliquia.
Fiore llegó a Casa Rossi en febrero de 1918. “Estoy aquí
desde ayer por la mañana”, anota el domingo 24 de febrero a las 17
horas. “Se trabaja para restablecer el dique principal de la orilla
derecha del Piave”. En el Montello se reúne con los aliados ingleses, y
su primera impresión es crítica: “Nada que aprender de los ingleses. Un
comandante al mando de una batería inglesa nos ha dicho: ‘Aquí, en
Italia, estamos de visita’”. En cambio, tiene buena imagen de los
franceses: “Mucho que aprender, sobre todo en el uso de los aeroplanos y
la artillería (...) Nosotros hacemos avanzar a la infantería sin gran
protección de la artillería. Al hablar de nuestros soldados, el
comandante francés nos dijo: ‘Tenéis hombres que sufren y saben
sufrir’”. El 28 de febrero describe el bombardeo austriaco de Spresiano
(“Me ha matado a un soldado y me ha herido a otros ocho”), el 27 de
marzo critica a sus superiores: “Nos declaran indispensables solo cuando
les resulta cómodo. El resto del tiempo nos dan patadas en el trasero”.
El último apunte es del jueves 13 de junio: “Calma y silencio: solo
unos cuantos disparos de artillería contra Spresiano. ¿Se avecina o se
aleja la ofensiva austriaca?” Se avecinaba. Durante la batalla, a las
tres de la tarde del 17 de junio de 1918, el comandante Fiore cae en San
Mauro di Bavaria, alcanzado en el pecho por disparos de ametralladora.
En una carta a su hermana Gemma, había descrito así a quienes combatían
por la patria: “Ellos sí van al encuentro de la muerte; ¡pero qué
distinta esa muerte de la que golpea al hombre en su casa, después de
una larga vida, casi como ley natural! La vida de estos se ve truncada,
pero algo suyo permanece para toda la eternidad, permanece su hazaña,
que la muerte no logra destruir y que sumerge sus nombres en la
inmortalidad”.
Por Michele Brambilla (La Stampa)
3. Verdún y las consecuencias ambientales
Situado a unos kilómetros de Verdún, el lugar parece un trozo de
tundra transportado al este de Francia. Unos cuantos líquenes
miserables, unos musgos canijos pegados al sol, cuando, alrededor, el
bosque despide hacia el cielo sus múltiples esencias. El claro tiene un
sobrenombre muy conocido para los guardas forestales y los cazadores que
se acercan a comer allí desde hace generaciones: el lugar de los gases.
Son pocos los que conocen todavía el motivo de ese topónimo. Aquí,
después del Armisticio, se transportaron y neutralizaron cientos de
miles de obuses sin explotar de los campos de batalla circundantes.
Doscientos mil de ellos pertenecían al arsenal químico, del que la
Primera Guerra Mundial fue triste laboratorio.
La tierra conserva las secuelas de la operación. En 2004, tres
investigadores, los alemanes Tobias Bausinger y Johannes Preuss, de la
Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia, y el francés Eric Bonnaire,
de la Oficina nacional de bosques, emprendieron un análisis del terreno.
Su estudio, publicado en 2007, es revelador. El suelo rebosa de metales
pesados, cobre, plomo, zinc y, sobre todo, arsénico y perclorato de
amonio, que se utilizaban como detonadores de los obuses. La
concentración de arsénico es entre 1.000 y 10.000 veces la del medio
natural. El suelo está tan contaminado y es tan ácido que solo consiguen
sobrevivir en él tres especies vegetales (Holcus lanatus, Pohlia nutans
y Cladonia fimbriata). En 2005, las autoridades francesas decidieron
cercar el lugar, y en 2012 prohibieron oficialmente el acceso.
El lugar de los gases no es el único legado ambiental de la guerra de
1914-1918. En la antigua línea del frente, en Francia y en Bélgica,
muchos lugares conservan los estigmas ecológicos del conflicto. Al
acabar la guerra, los poderes públicos delimitaron una zona roja que
abarcaba los principales campos de batalla. El Estado compró los
terrenos más afectados, plantó bosques en ellos y no volvió a ocuparse
de estos santuarios. Bajo la presión de los habitantes, que desconocían
los riesgos, poco a poco se empezó a cultivar o a construir otra vez en
las demás zonas. «La amnesia es general al cabo de un siglo», dice Jacky
Bonnemains, responsable de la asociación ecologista Robin des Bois.
Bonnemains hace una labor de fondo desde hace 14 años. Según él, las
armas de la Gran Guerra siguen envenenando a la gente. El arsénico
contenido en el suelo llega a las capas freáticas. El plomo de la
metralla satura algunos terrenos. Otros materiales no degradables como
el mercurio seguirán contaminando durante mucho tiempo, tal vez siempre,
el medio ambiente. «Nos encontramos ante un fracaso moral», asegura.
«Los franceses, ingleses y alemanes que inventaron las armas químicas se
muestran hoy desinteresados».
Los habitantes se enfrentan de forma periódica a problemas de
contaminación. En el otoño de 2012, el agua potable de más de 500
municipios de la región de Nord-Pas-de-Calais fue declarada inapropiada
para el consumo, debido a un índice anormalmente alto de perclorato de
amonio. Más de 400 de ellos sufren todavía restricciones de uso. Las
autoridades sanitarias mantienen cierta vaguedad sobre los orígenes de
la contaminación, pero la cartografía de los lugares afectados
corresponde a la de los combates más duros. Los alcaldes de los
municipios no tienen ninguna duda sobre las causas.
Aproximadamente el 15% de los miles de millones de obuses utilizados
durante el conflicto no explotaron; muchos de ellos están aún
sepultados. De vez en cuando sale alguno a la superficie, en el
transcurso de una obra, o bajo la reja de un arado. Entonces se evacúa a
la población mientras se procede a neutralizarlo. Una labor casi
rutinaria.
La brigada de limpieza de minas de Metz, que cubre tres departamentos
de la antigua línea del frente, registra entre 900 y 1.000 peticiones
de intervención cada año, y desactiva, solo en esta parte de las
antiguas trincheras, de 45 a 60 toneladas de munición. «Somos los
basureros de los campos de batalla», dice Christian Cléret, responsable
de este equipo de 11 personas, y cuyo padre se dedicaba a lo mismo. Sus
descendientes podrán prolongar la tradición: los más pesimistas calculan
que se tardarán varios siglos en limpiar del todo la zona. «Hay al
menos para varias docenas de años», asegura Cléret.
El artificiero tiene 33 años de experiencia, de modo que sabe evaluar
de un golpe de vista el tipo y la peligrosidad de los obuses, las
granadas y otras herencias del pasado. «Cuanto más pasa el tiempo, más
grave es el problema de la sensibilidad. Las carcasas se han vuelto más
frágiles después de haber permanecido tantos años en la tierra húmeda»,
dice. «Esas condiciones aceleran el proceso de envejecimiento».
Alrededor del 2% de las municiones encontradas son químicas, sobre
todo yperita (gas mostaza), fosgeno y difosgeno. Christian Cléret y sus
hombres han aprendido a localizarlas. «Cuando tenemos sospechas,
procedemos a una radiografía».
Después transportan esas municiones al campamento militar de Suippes,
en Marne. Allí hay almacenadas casi 200 toneladas. En 1997, después de
que Francia firmara el Convenio que prohíbe almacenar armas químicas, se
puso en marcha un proyecto para construir un centro de tratamiento,
llamado SECOIA, Sitio de Eliminación de las Cargas de Objetos no
Identificados Antiguos. Tras muchos retrasos y rediseños, las obras
acaban de empezar, en Mailly-le-Grand. Está previsto que la planta se
inaugure en 2016, como pronto. Los obuses químicos se harán estallar en
una cámara de detonación estanca y los residuos recuperados se
procesarán en otras unidades especializadas.
Después de la guerra, los bandos beligerantes escondieron las
municiones no utilizadas, en particular las químicas, en lugares
considerados del máximo secreto. No se conoce ningún inventario. En
Francia se sumergieron miles de toneladas en el lago de Avrillé
(Maine-et-Loire) y otras municiones se enterraron en la sima de Jardel
(Doubs). En Bélgica, una parte de la reserva de proyectiles yace frente a
las costas de Zeebruge. Está claro que los militares no pensaron en la
posteridad. «Cuando la gente quiere librar una guerra, se preocupa poco
por las generaciones futuras», observa Jacky Bonnemains.
Benoît Hopquin (Le Monde)
Publicada por el diario El País (España).