Juzgar el pasado y asumir también las propias culpas


En marzo de 2012 se conmemora en Francia el 50º aniversario de los acuerdos de Evian, que terminaron con la sangrienta guerra de Argelia. Normalmente, en tales ocasiones, los países están deseando celebrar a sus héroes y llorar a sus víctimas, pero, cuando se trata de fechorías, preferimos estigmatizar las de los demás. En Washington se conmemora el holocausto de los judíos, pero no el exterminio de los indios ni la esclavitud de los africanos. Sin embargo, cabe preguntarse si no serían esas las conmemoraciones más útiles, las que nos permitirían no repetir los errores del pasado.

En la historia francesa existen páginas negras similares; entre ellas la que se refiere al destino de los harkis, los habitantes locales que ayudaron al ejército francés durante esa guerra. En teoría, los harkis eran voluntarios, responsables de sus actos y las consecuencias de esos actos. En la práctica, la situación tenía más matices. Al principio eran sobre todo campesinos que se encontraron en medio de la tormenta de la guerra. Para algunos era una manera indispensable de ganarse el pan , puesto que el conflicto había interrumpido sus actividades tradicionales.

Otros lucharon en el FLN, fueron detenidos, torturados y obligados a cambiar de bando, y trabajar para el ejército francés se convirtió en la única manera de salvar la vida. Otros, atrapados entre los militares y los rebeldes – unos les sangraban de día y otros, de noche –, buscaban para sí mismos y para sus familias la protección del único poder legal.

También hubo quienes querían vengarse de las atrocidades sufridas a manos del FLN y quienes se regían por las normas de solidaridad familiar. Las adhesiones ideológicas (¡Por Francia! ¡Por la civilización!) fueron muy escasas.

En una palabra, la razón principal de su participación fue la propia guerra que asolaba su país.

Fue el Estado francés el que los consideró imprescindibles para llevar a cabo una represión eficaz y los empujó a acosar a sus hermanos de sangre, lengua, religión y educación.

Ese fue el primer delito que cometieron respecto a ellos. La situación colonial y la despiadada guerra de represión les dejaron pocas opciones.

La segunda canallada se produjo inmediatamente después de la firma de los acuerdos de Evian. Estos, como el Edicto de Nantes que puso fin a las guerras de religión en Francia, exigían que no se ejerciera discriminación en función de las opiniones y los actos anteriores de antes del alto el fuego.

En Argelia, esta admirable receta se siguió durante varios meses.

A partir de julio de 1962, se desencadenó una inmensa ola represiva, a menudo provocada por revolucionarios tardíos que querían probar su intransigencia. Los testigos hablaban de hombres enterrados vivos con la cabeza untada de miel, otros arrojados vivos a depósitos de cal o cemento, otros sumergidos en agua hirviendo en ollas, o quemados, o crucificados.

A las mujeres que habían trabajado para el ejército las torturaron, las mutilaron, las violaron. El número total de víctimas es difícil de establecer, pero varios cálculos las sitúan entre 50.000 y 60.000 personas.

Estos sucesos, que eran previsibles, no se desconocían en Francia, porque figuran en los informes de los subprefectos que se quedaron sobre el terreno. No obstante, ya desde antes de que comenzaran las matanzas, las máximas autoridades francesas decidieron impedir que los harkis fueran a Francia. Unas órdenes secretas (hoy publicadas) exigían que se hiciera todo lo posible para impedir su huida y que se castigara a quienes intentaran ayudarlos.

A partir de abril de 1962, se proponen repatriar a los harkis que ya vivían en Francia; varios de ellos, que sabían lo que les aguardaba, se suicidaron arrojándose por la borda cuando el barco que los llevaba estaba en mitad del Mediterráneo.

Les tocaba vivir aborrecidos por los argelinos que habían tomado el poder y rechazados por los franceses a los que habían aceptado servir. Esto no es una mera denegación de auxilio a una persona en peligro: es una manera vil de traicionar a quienes se habían confiado al poder existente en aquel entonces, el de Francia. En el momento del regreso de los pieds-noirs, aproximadamente 90.000 harkis lograron instalarse en la metrópoli, pero no tuvieron una buena acogida. Y esa es la tercera falta cometida. Los colocaron en campamentos, apartados de la población, lo cual impidió cualquier posibilidad de integración, porque no estaban autorizados a salir.

Se distribuyeron indemnizaciones proporcionales a los bienes abandonados en Argelia: la mayoría de los harkis eran campesinos pobres y otros no podían demostrar la existencia de ningún bien, de modo que no tuvieron derecho a nada. Más tarde, Francia los metió en guetos y prefirió olvidarse de ellos . ¿Cómo se explican estas decisiones de las autoridades francesas? Al principio, por la propia situación colonial, en la que una población ejerce el dominio sobre otra y, para conseguirlo, recurre a la fuerza. Después, por un racismo más o menos asumido: no todos los seres humanos tienen las mismas necesidades ni el mismo valor, por lo que se salva a unos y se abandona a otros.

Y, además, por egoísmo colectivo: bastante cuesta ayudar a los amigos, ¡no vamos a ocuparnos también de unas personas que no tienen nada que ver con nosotros y que ni siquiera son héroes! Y es preferible olvidar lo antes posible a estos testigos de nuestras debilidades pasadas. Los nacionalistas argelinos actuales se niegan a arrojar luz sobre las páginas más sombrías de su historia.

Ahora bien, en lugar de darles unas lecciones que podrían producir unas consecuencias inversas a las que se buscan, cada uno podría intentar dar ejemplo, estar dispuesto a examinar los actos cometidos en nombre de su propio Estado y su propio pueblo.

Artículo del siempre lúcido Tzvetlan Todorov, y a quien tuve el placer de escuchar en Buenos Aires, publicado por Clarín.