Guardado bajo llave por los severos bibliotecarios del Beinecke Rare Book and Manuscript Library
de la universidad de Yale yace un misterio sin resolución que ha
hipnotizado a locos y genios por siglos. Es el manuscrito Voynich, un
texto de 240 páginas, de principios del siglo XV y de autoría
desconocida. No se supo de él por varios siglos hasta que apareció, en
1915, en manos de un anticuario polaco –Wilfrid Voynich– de quien tomó
el nombre. El librero lo había comprado en 1912 en Italia a unos
jesuitas que no sabían muy bien lo que tenían en sus manos. A primera
vista, se trata de una pieza estética fascinante.
Sus páginas, con ilustraciones de la botánica y la astronomía, evocan
una intriga bibliófila a lo Umberto Eco, en la que no faltan el sabio de
abadía ni el monje herbolario. Hay complejos esquemas del zodíaco que
parecen mandalas y grupos de mujeres desnudas emergiendo de chimeneas y
extraños tubos. Uno podría pensar que fueron dibujados por El Bosco o
tal vez el visionario William Blake. Pero lo más importante es su texto,
en un alfabeto que nadie ha podido decodificar. Hace diez días, sin
embargo, las noticias celebraron que un experto echara cierta luz. La BBC , Popular Mechanics y The Guardian anunciaron al mundo: “Manuscrito Voynich por fin descifrado.” ¿Llegaba el fin de un misterio eminentemente borgeano?
El
Voynich es un laberinto sin salida. Los mejores criptógrafos de la
Segunda Guerra intentaron determinar si estaba escrito en código y, en
ese caso, si podrían quebrarlo. Imposible. Hoy en día hay una pequeña y
excéntrica cofradía –tanto de académicos de primera categoría como de
dementes improvisados– que se ocupa de resolver el enigma. Pero siempre
lo hacen al costado de su disciplina oficial, como si fuera un sudoku de
lujo o un vicio algo vergonzoso: hay quienes advierten que es suicidio
académico investigar el tema.
En versión literaria, el escritor argentino Daniel Guebel publicó en 2010 la novela El caso Voynich ,
donde teje una ficción especulativa alrededor de los hechos y
misterios que le generó este caso. Además, dos físicos argentinos,
Marcelo A. Montemurro, de la Universidad de Manchester, y Damián H.
Zanette, del Centro Atómico Bariloche, hicieron un análisis
sintáctico-estadístico del Voynich que concluye que se rige por una
organización compleja propia de los idiomas reales.
El manuscrito fue noticia a mitad de febrero cuando Stephen Bax,
profesor de Lingüística de la universidad de Bedfordshire, descifró
diez palabras, para, al parecer, por fin traducir el idioma voynichés.
Según Bax, el manuscrito encripta un idioma real que, incluso, se podría
hablar hoy. El investigador publicó en su página web un minucioso paper de 62 páginas describiendo su método y detallando sus conclusiones; también subió a YouTube una presentación de Power Point de 47 minutos que tuvo más de 87.000 visitas.
Un
lector apurado hubiera aceptado la hipótesis de Bax y disfrutado de una
nota entretenida. Al fin, este manuscrito –sobre el que algunos han
argumentado que fue una obra en clave de Leonardo Da Vinci y otros que
es un texto dictado por extraterrestres–, simplemente es un manual
botánico medieval escrito en el dialecto de una comunidad desaparecida.
Sin
embargo, una búsqueda mínima revela que esto ya ha pasado muchas veces
(los periodistas también caemos en el laberinto Voynich). El año pasado
la revista New Scientist tituló: “Plantas mexicanas podrían resolver el código de un manuscrito incoherente”,
aludiendo a la teoría de Arthur Tucker, profesor emérito de botánica de
la universidad de Delaware, y Rexford Talbert, especialista en
tecnología informática, quienes afirmaban que el Voynich es un documento
azteca escrito en un náhuatl arcaico.
En 2004 la revista WIRED dedicó una larga nota que afirmaba que “Gordon Rugg descifró el misterio de 400 años del manuscrito Voynich.”
Rugg, un psicólogo que es profesor en la cátedra de ciencias de
computación en la universidad de Keel en Inglaterra, afirmaba que el
Voynich es una sofisticada broma perpetuada, probablemente, por Edward
Kelley, un ocultista inglés del siglo XVI y creador de un lenguaje
codificado con el cual transcribía comunicaciones que hacían llegar
“ángeles”.
Estas soluciones al enigma Voynich tienen tres cosas en
común: a) han sido elaboradas por gente muy respetada dentro de sus
comunidades académicas; b) cada uno abordó el problema –y justificó sus
conclusiones– desde la perspectiva de su muy específico campo académico;
y c) cada solución es totalmente incompatible con la otra. ¡No hay
forma de reconciliarlas! Se contradicen, no pueden coexistir como
componentes de una solución final abarcativa y armónica.
Stephen
Bax nos atendió cordialmente por teléfono. Lo primero que le
preguntamos: ¿Por qué piensa que nadie ha utilizado su método? (Este
emula el desciframiento del Lineal B, “el sistema de escritura usado
para escribir el griego micénico, desde el 1600 hasta el 1110 a.C”
-citamos Wikipedia.) “Mi aporte se funda en que tengo una percepción muy
amplia de diferentes escrituras y lenguajes, en particular de Asia,”
contó Bax. “La mayoría de estudiosos se ha enfocado en idiomas europeos,
dada la iconografía del manuscrito. Pero el idioma subyacente puede ser
de origen cáucaso o de Asia occidental...” Pronto, sin necesidad de
que los mencionáramos, Bax fustiga la teoría de Tucker y Talbert: “El
problema de ellos es que solamente miraron las plantas y no el idioma en
sí. Hay que tener una metodología estricta. Yo miré las plantas junto
con la primera palabra de la página donde están dibujadas, porque así es
como funcionan los herbarios medievales...” Cuando hablamos con Gordon
Rugg, criticó este método con vehemencia. Le preguntamos por qué
personas muy inteligentes no pueden ponerse de acuerdo en lo más básico.
Y respondió: “Para mí el Voynich fue un caso dentro de un corpus más
amplio de investigación. Mi campo no es la criptografía sino los
problemas médicos no resueltos. Pero para que mi teoría se tomase en
serio necesitaba un caso para demostrar el concepto” (que especialistas a
veces no pueden ver una solución evidente que está delante de sus
ojos).
Tras esta justificación, y concretamente sobre Bax,
declaró: “Mucha gente que ve esto como su oportunidad de ser famoso
simplemente por sacar un comunicado de prensa. ¡Bax ni siquiera ha
sometido su teoría por la revisión de sus pares! En su paper, Bax dice
que tiene lecturas provisorias de diez palabras de un documento que
contiene aproximadamente 60.000. Afirmar, en base a esto, que el
manuscrito no es una broma es estirar la evidencia más allá del punto de
quiebre.” Todos los testimonios están poblados de menciones a Quijotes
que se han dado contra el molino del Voynich. Como si cada declaración
tuviera un pie de página, que a su vez tuviera otro.
Nos comunicamos con Arthur O. Tucker
por correo electrónico para pedirle una entrevista por teléfono. Se
negó, pero contestó por escrito: “Desde que el reverendo Hugh O’Neil
publicó algo sobre este tema, en 1944, yo soy el primer botánico
profesional que ha examinado las plantas. No estoy dispuesto a degradar
investigaciones de otros. Los fríos y duros hechos científicos tienen
que hablar por sus propios méritos. Esto no se puede transformar y
degradar en una cuestión de opiniones, como si fuera un club de
debates.” Antes de proceder a defender su teoría, agregó: “La fuerza de
una hipótesis es la habilidad de hacer predicciones.” Los tres
científicos con quien hablamos enfatizaron este mismo argumento. Este es
el punto clave. Pero también es precisamente el punto en que el Voynich
da paso a la locura metodológica. Cada uno de los académicos con
quienes hablamos, a partir de este sensato postulado, insiste en que su
teoría es la que mejor cumple el rigor del método científico.
Hablamos por fin con Nick Pelling, un experto amateur del tema cuyo blog Cipher Mysteries
, es una excelente fuente sobre el Voynich (y que es citado por Bax
mismo). Pelling descredita con desdén todas las teorías propuestas hasta
ahora. Hablar con él abre otra faceta del problema: la comunidad que se
forma alrededor de este enigma. “Antes hubo una rivalidad amistosa
entre nosotros. Bromeábamos que cuando alguien lo resolviera íbamos a
compartir una pizza. Nadie iba a decir yo lo hice ; íbamos a decir nosotros lo hicimos
” cuenta, nostálgico. “A partir del año 2005 esto desapareció. La
comunidad colaborativa, genuina y trabajadora, no existe más.” De todos
los estudiosos consultados, Pelling es el más comprometido
emocionalmente y, además, el único que ha visto el manuscrito en
persona. “Fue un peregrinaje”, sintetizó con genuina solemnidad. Para
el resto de los mortales, Internet ofrece el manuscrito completo en
pantalla.
El Voynich se parece a un laberinto pero también a un
agujero negro. Es un extraño límite cuyo otro lado es, hasta ahora,
imposible de conocer. Quienes se acercan a su misterio se les hace
imposible salir. Sólo faltan unos cadáveres, la masonería y un discreto
emisario del Vaticano para tener una novela digna de Dan Brown. Mientras
tanto, como dice Pelling, “la realidad siempre es más extraña que la
ficción.” Y para el espanto de todos, siempre cabe la posibilidad de que
el Voynich fuera una fabulosa fabricación inventada por un calígrafo en
el tedio de su disciplina monacal, un impostor muerto hace siglos.
Publicado por Revista Ñ.