Quiénes son las clases populares? ¿Cuáles han sido sus roles en
la historia de nuestro país? ¿Dónde se encuentran los relatos de su
pasado?
Carlo Ginzburg decía que la escasez de testimonios
propios de las clases subalternas es el primer obstáculo con el que
tropiezan las investigaciones históricas. En efecto, un rápido repaso de
la historia oficial de cada nación, seguramente permitiría constatar
que esos relatos canónicos han sido concebidos sobre todo a partir de
las perspectivas e intereses de las elites políticas y económicas.
Sin
embargo, desde mediados de los años ochenta, en el campo de la
historiografía a nivel internacional, parece haberse ganado una batalla
orientada a reivindicar el lugar de las clases populares como objeto de
estudio y sujeto del relato, y de este modo reparar la laguna acerca del
papel que éstas han tenido a la hora de “hacer la historia”.
Hacer la historia
Una
colección de historia argentina de reciente aparición, dirigida por el
agudo y prestigioso investigador José Carlos Chiaramonte, acerca algunas
claves valiosas para adentrarse en esta problemática en términos
nacionales. Bajo el título Historia de las clases populares en la
Argentina , se han publicado dos tomos: Desde 1516 hasta 1880 , escrito
por Gabriel Di Meglio, y Desde 1880 hasta 2003 , por Ezequiel Adamovsky,
dos jóvenes historiadores académicos.
Se considera que la
invasión española da lugar a la formación de una nueva sociedad, cuya
estratificación –diferente de la existente en el continente hasta
entonces– marcaría el origen de las clases populares en la Argentina. En
esta línea, el tomo de Di Meglio proporciona un panorama original de
las clases populares durante la época de la Colonia, ocupándose de los
avatares de ese heterogéneo universo compuesto por miembros de tribus
indígenas, morenos esclavizados, mulatos, zambos, mestizos y blancos
pobres como los gauchos, los peones, los jornaleros, los artesanos, las
costureras, etcétera.
Sin duda, durante este período, el color de
piel resulta un factor determinante para definir la pertenencia a las
clases populares, dado que todos aquellos que no fueran blancos estaban
condenados a padecer condiciones de inferioridad jurídica.
En su
libro, Di Meglio reconstruye distintos motines, levantamientos indios y
rebeliones de esclavos, y muestra cómo la coyuntura surgida tras las
invasiones inglesas termina incidiendo en el protagonismo que las clases
populares tendrían a partir del estallido revolucionario. La ruptura
del sistema colonial, la necesidad de soldados para la movilización
militar y las diferencias internas entre las elites abrieron un espacio
que posibilitó, en el terreno político, un nivel de intervención popular
inédito hasta el momento.
En ese contexto, “Patria” debe haber
sido un concepto en el cual diversos miembros de distintos grupos del
llamado “bajo pueblo” pudieron proyectar convicciones y aspiraciones
propias; y fue por ende un concepto decisivo en el alto grado de
politización que alcanzaron las clases populares durante este período de
lucha revolucionaria.
Si la historiografía tradicional suele
destacar dos grupos en la Revolución de Mayo –los españoles peninsulares
y los criollos–, el relato de Di Meglio permite apreciar una imagen
bastante más amplia y adecuada de aquella realidad histórica. Por
ejemplo, en el Ejército del Norte convergieron plebeyos urbanos, negros y
paisanos de Buenos Aires, que formaron el núcleo central, con
campesinos de todas las provincias y con indígenas jujeños y
altoperuanos.
Muchos de ellos no sólo luchaban por la
Independencia, sino también por mejorar su situación concreta. Hubo
militares plebeyos que ascendieron tras su actuación en el combate,
campesinos que accedieron al usufructo de tierras y esclavos que
consiguieron su libertad. Podemos además imaginar el gran cambio que
significaría para las clases populares la disolución del sistema de
castas.
Identidades nacionales
El
momento fundacional de la historia de nuestro Estado, simbolizado en el
año 1880, resulta revelador para pensar el lugar de las clases populares
en los relatos oficiales. En su estudio, Adamovsky sugiere que la
contracara del impulso europeizador de los fundadores de la nación
habría sido una “verdadera catarata de desprecio” por las culturas de
las clases populares locales. Un desprecio que encuentra condensado en
la célebre frase de Alberdi: “En América todo lo que no es europeo es
bárbaro”.
Desde 1880 las elites políticas y económicas
consolidarían un mito pregnante en el relato canónico de nuestra
historia: el crisol de razas. Esa metáfora orientada a homogeneizar las
identidades múltiples de los inmigrantes y hacerlas converger en la
unificación de la identidad nacional, “los argentinos”, habría
implicado, según Adamovsky, el borramiento de la existencia de otras
razas que no eran precisamente europeas, y de algún modo lo que sería su
perdurable estigmatización a lo largo de nuestra historia.
Desde
esa perspectiva, el mito del crisol parece entrañar el supuesto de que
todos los grupos étnicos existentes se fusionaron de algún modo en una
“raza” argentina homogénea, cuyo ejemplar sería puramente blanco y
europeo. La imagen del crisol (de europeos) vendría a complementarse más
tarde con la extendida opinión de que “los argentinos descendimos de
los barcos”, una imagen con la cual las clases medias se habrían
identificado a tal punto que con el tiempo se volvió una expresión,
digamos, del sentido común.
En contraste, el libro plantea que
dichas imágenes de nuestra identidad nacional no representan realmente a
la mayoría, y que dejan de lado a buena parte de las clases populares
–sobre todo los descendientes de indígenas y de africanos en Buenos
Aires. A modo probatorio, señala que los estudios genéticos recientes
revelan una realidad demográfica distinta, ya que más de un cincuenta
por ciento de la población actual de argentinos lleva sangre indígena.
Protagonismo político
Junto
con el primer período de desarrollo del capitalismo en nuestro país, a
principios del siglo XX las clases populares parecen recuperar
protagonismo político. Esa recomposición política iba de la mano de los
trabajadores con oficios de cierta calificación, que tenían más poder de
negociación frente a las patronales. En este período despunta la
organización sindical de los obreros, se producen las primeras huelgas
generales, y en estos sectores se expresa firmemente una cultura del
antagonismo de clase. El anarquismo, el socialismo, el sindicalismo
revolucionario y el comunismo, teorías y prácticas a menudo traídas de
sus lugares de origen por inmigrantes europeos que ya conocían esas
formas de organización y de lucha, se van afianzando y se extienden
hasta lograr imprimir una ideología clasista incluso en una parte de los
sectores medios.
No obstante, el momento de mayor protagonismo de
las clases populares remite a los tiempos de Juan Domingo Perón. En
este punto, resulta interesante observar que el libro de Adamovsky se
permite analizar el fenómeno sin convertirlo, como es usual, en una
palestra para la eterna e irresoluble polémica entre peronistas y
antiperonistas. Si bien sus apreciaciones acerca de la figura de Perón
traslucen una escasa simpatía hacia el líder del movimiento popular, su
reconstrucción histórica lo lleva a afirmar que en estos tiempos las
clases populares lograron afirmar su propia identidad en la Argentina
“blanca y europea” que pretendía seguir excluyéndolas e
invisibilizándolas.
Seguramente los historiadores nunca se pondrán
de acuerdo acerca de lo que fue el peronismo. Adamovsky lo define como
una mezcla entre el “proyecto político de Perón, el interés propio de
los dirigentes obreros y el aporte plebeyo y revulsivo de las masas”.
También sostiene que el movimiento obrero, que había ido intentado en
repetidas ocasiones superar su fragmentación en distintas facciones,
pero seguía fragmentado, se convirtió con el peronismo en un sujeto
político unificado. Con esa ganancia, sin embargo, de acuerdo a la
mirada de este historiador, el sindicalismo “perdió autonomía” atando su
destino a la figura de su líder, al mismo tiempo que Perón se habría
visto obligado a “sostener la imagen pública de tribuno de la plebe, que
no pensaba inicialmente asumir y que no combinada bien con su propia
ideología”.
Pero al margen de las interpretaciones –y aceptando
que en el terreno del análisis de la acción de los líderes a veces se
vuelve imposible distinguir cuáles son expresiones genuinas de
convicciones ideológicas y cuáles producto del mero calculo político–,
lo cierto es que el peronismo afectó las jerarquías sociales y los
valores que las elites argentinas venían inculcando desde el siglo XIX.
Los rasgos de las clases populares que habían sido connotados
negativamente, cobraron un carácter afirmativo y se tornaron en cierta
forma expresiones de un “orgullo plebeyo”.
Es de destacar el
hecho de que se recuperaran algunas palabras descalificadoras para
emplearlas esta vez con un sentido positivo, como hacían aquellos que se
llamaban a sí mismos “descamisados”, o como hacía Eva Perón cada vez
que se dirigía a sus fieles diciéndoles “mis cabecitas negras” o “mis
grasitas”. Así, para bien o para mal según quién lo mire, la experiencia
del peronismo y su estética marcaron profundamente la identidad y la
ideología de las clases populares en la Argentina.
Lo múltiple, lo diverso, lo yuxtapuesto
Llegado
este punto cabría volver al principio: ¿quiénes son las clases
populares? La pregunta no es en realidad tan simple de responder. A
menudo se dice, retomando a Antonio Gramsci, que la clase dominante
tiene una concepción del mundo elaborada y sistemática, políticamente
organizada y centralizada, que es hegemónica en tanto consigue imponerse
en el conjunto del entramado social. Por el contrario, la visión de las
clases subalternas remitiría al registro de lo múltiple, lo diverso y
lo yuxtapuesto.
Por ello, aciertan los autores de estos tomos de
la Historia de las clases populares en la Argentina cuando reconocen
que “clases populares” es un término “arbitrario y un poco impreciso”
(Di Meglio), cuya elección fundamentan ante todo por su carácter
político. El término designaría entonces a todos aquellos que están
“desposeídos del control de los resortes fundamentales que determinan su
existencia”, y que se encuentran sometidos a situaciones de
“explotación, opresión, violencia, pobreza, abandono, precariedad o
discriminación” (Adamovsky). Así, más allá de las diferencias internas,
lo que estas clases compartirían sería una situación común de
subalternidad respecto de las elites; es decir, el mundo popular se
recorta en contraste con el mundo de la clase dominante.
Resulta
irrebatible que no hay ninguna “esencia” de lo popular, así como tampoco
existe un único sujeto, permanente y uniforme a lo largo de la
historia, que podamos definir como clases populares de una vez y para
siempre. Como bien señaló el historiador inglés E. P. Thompson, la
noción de “clase” entraña la noción de relación histórica. Y como
cualquier otra relación se trata de un proceso fluido, que elude el
intento de detenerlo en seco y formular la existencia de una estructura
invariable.
Cada nación puede ser concebida, como propuso el
estudioso del nacionalismo Benedict Anderson, “una comunidad imaginada”,
y acompañada por el relato de un poder que para gobernar precisa,
necesariamente, construir un consenso favorable a sus intereses y lograr
que se perciban como intereses generales. Las clases populares pueden
ser conservadoras o progresistas, reaccionarias o innovadoras, y en gran
medida eso depende de cómo se relacione cada uno de los grupos que las
conforman con la cultura hegemónica. Dicha relación puede ser de
resistencia, de combate, puede estar orientada a influir en los espacios
de poder para obtener reivindicaciones propias, y puede también
expresar adaptación o adhesión pasiva a las formaciones políticas
dominantes.
Las clases sólo se constituyen en tales como resultado
de ciertos procesos de articulación política. En ausencia de este tipo
de articulaciones, no existirían las clases propiamente dichas, sino
apenas categorías ocupacionales o económicas aisladas unas de otras. De
ahí quizá que este recorrido a lo largo de una parte de nuestra historia
permita concluir que los momentos de mayor protagonismo y politización
de las clases populares han sido aquellos en que éstas han logrado estar
más articuladas. En buena medida, los frutos de sus luchas han tenido
que ver con su posibilidad de tomar conciencia acerca de experiencias
compartidas e intereses comunes, así como también con su capacidad para
establecer alianzas y negociar con otros sectores.
Articulo publicado por el diario Clarín.