La Pérdida de España IV: Los Fideles Regis

Obligada la realeza a enfrentarse con la arrogancia de una poderosa aristocracia al mismo tiempo que debía hacer frente al espíritu rebelde de algunas regiones, los reyes procuraron aumentar los grupos que les debían una singular fidelidad y hubieron de mimarlos. Se refiere Sánchez Albornoz al más restringido de los gardingos continuadores de la comitiva de orden germánico de los primitivos reyes godos. Los fideles regis. Para asegurar su lealtad, los soberanos acudieron a las eternas fórmulas con que han sabido procurarse fidelidades y favores, pero no sin encarar también los eternos peligros que tal conducta ha acarreado con frecuencia.

El favor de los reyes enriquecía constantemente a sus fideles. En un continuo círculo vicioso, el favor de los reyes, al enriquecer a los fideles y determinar su arraigo en la tierra, aumentaba el número de siervos, colonos, libertos, precaristas y patrocinados al servicio de los mismos.

Algunos reyes quisieron detener el crecimiento de la aristocracia mediante purgas sangrientas en las que los poderosos perdían sus cargos, sus fortunas y sus vidas. Pero los mismos soberanos que habían ordenado las terribles violencias mediante generosas donaciones a sus propios leales de los bienes confiscados a los enemigos, formaban en torno a ellos lo que hoy llamaríamos grupos de presión.

Y como los sucesores de los reyes justicieros o crueles, deseosos de atraerse a los castigados o perseguidos acababan devolviéndoles sus bienes y restaurándolos en su status jurídico anterior, no menguaron en verdad, sino que aumentaron con el correr del tiempo las filas de los poderosos y los oligarcas.

La realeza visigoda abandonó, además, la antigua política imperial romana, hostil a la concreción de nuevos vínculos de patrocinio.

Los reyes hispano godos no se opusieron al establecimiento de nuevas redes clientelares y fortalecieron la vinculación de los clientes con sus señores al liberar de pena a los patrocinados en los delitos cometidos por orden de aquellos.

De antiguo habían recibido armas de sus patronos los bucelarios y los sayones, es decir, los patrocinados. Siguieron recibiéndolas estos para constituir las clientelas armadas de los poderosos y para asegurar con ellas su fuerza política. Ervigio legalizó la ida a la guerra de los clientes a las órdenes de sus señores. Esa legalización, coincidente con la obligada concurrencia a ella de los potentes con sus siervos, acentuó la proto feudalización de las fuerzas armadas la monarquía. En beneficio naturalmente de las facciones nobiliarias que se disputaban el poder y en daño de la estructura y de la eficacia del ejército, puesto que los grupos de presión pudieron maniobrar al frente de sus patrocinados y de sus siervos en las horas decisivas de las batallas y luchas.

Y porque la incorporación de los hispano romanos al ejército, en fecha imprecisa, aunque siempre después del reinado de Leovigildo, había lastrado la articulación militar visigoda con masas carentes de ímpetus bélicos y había resquebrajado o roto la articulación ancestral de las fuerzas nacionales de tradición germánica.

Esa lucha de las facciones por el poder había llevado a España a los bizantinos, llamados por Atanagildo contra Achilla, y a los francos, invitados por Sisenando para ayudarle a deponer a Suíntila.

El trágico forcejeo era peligroso. Un caudillo al frente de una fracción luchaba por el poder, que lo era todo en un Estado providencial y, triunfante, perseguía con violencia al partido derrotado. Su sucesor intentaba una pacificación para desarmar y narcotizar al enemigo; mas este no olvidaba, esperaba su hora, por uno u otro camino lograba el poder y lo defendía con rigidez y crueldad. Quien le sucedía deseaba y procuraba otra vez la convivencia, pero fracasaba en su empeño como su lejano antecesor. Y volvía a repetirse l forcejeo trágico.

Las facciones no desarmaban sus rencores y no surgía ninguna personalidad excepcional que pudiera imponerse a todos, dar un golpe de timón y detener el movimiento pendular arbitrariedad – impotencia que poco a poco agotaba las fuerzas defensivas del Estado hispano – godo.

En ese trágico forcejeo, se produjo la invasión musulmana, solicitada por el grupo desplazado, a guisa de intervención extranjera y para recuperar el poder perdido.

El momento era particularmente sombrío y nada propicio. La monarquía se encontraba agotada tras un largo siglo de forcejeos y discordias y el rey difunto dejaba solo hijos menores. La aristocracia había acrecido su poder, sus riquezas, sus privilegios y se hallaba habituada a las jugadas arriesgadas confiando en futuras amnistías. Se había degradado el status jurídico y político de los libres menores.

Las ciudades habían entrado en franca decadencia política, económica y demográfica –resistieron mejor a los islamitas las de más densidad de población, como Sevilla y Mérida-. La Iglesia, transida de goticismo, sufría una grave crisis moral y se mezclaba gustosa en las querellas de las facciones. El ejército, debilitado por la entrada en él de los hispano – romanos, había visto decaer su antigua eficacia y se había proto feudalizado.

La población hebraica, cruelmente perseguida, se sentía abrasada de sañudos rencores contra todo y contra todos y conspiraba con los transmarini. El país no se había repuesto todavía de los coletazos del hambre terrible que había padecido en los días de Ervigio (687 – 702). Y los pueblos del norte, especialmente astures y vascones, seguían constituyendo una amenaza en el nevado septentrión.

Fuente: Claudio Sánchez Albornoz.
Orígenes de la Nación Española. Estudios Críticos sobre la Historia del Reino de Asturias (Selección). La decadencia visigoda y la conquista musulmana