La Pérdida de España III: El papel de la Iglesia

La monarquía católica otorgó importantes privilegios políticos al episcopado: potestad para la designación de algunos magistrados municipales, supervisión del gobierno del pueblo por los judices, confirmación del nombramiento de los agentes fiscales y fijación de sus aranceles, intervención en los casos de recusación de los jueces, autoridad de crítica sobre éstos y facultad para juzgar las causas de los pobres. Le otorgó además una decisiva participación en la vida pública del reino a través de su conjunta acción en los concilios de Toledo, pero también mediante la intervención en las elecciones regias y en los graves juicios políticos. Les concedió los privilegios procesales de los palatinos y eximió al clero de muy pesadas cargas públicas. A cambio, la realeza consiguió el respaldo espiritual de la Iglesia.

Interesaba a la clerecía el mantenimiento de la paz pública. Corría graves riesgos durante las discordias y por ello reglamentó en sus concilios el orden de sucesión de la corona, fortaleció el poder real con la unción sagrada de los reyes y decretó duras penas contra las conspiraciones y alzamientos en daño de la realeza.

Durante casi un siglo España presenció un complejo juego de influencias, servicios y humillaciones recíprocas entre la Iglesia y el Estado. La Iglesia sirvió al Estado y se sirvió de él.

¿Cómo? A costa de sancionar con su aprobación todos los golpes de estado y todas las maniobras políticas que alcanzaban éxito, aunque quebrantasen las más rígidas disposiciones y leyes por ella misma redactadas o sancionadas.

Fue en verdad un astuto juego de influencias, una recíproca prestación de servicios, un sincrónico entrevero de intereses y de humillaciones.

Cuando la Iglesia fue infectada por clérigos y prelados de estirpe visigoda, la clerecía hispana no solo sufrió una grave crisis moral, sino que participó de los apasionados apetitos de poder y riqueza de los laicos.

Algunos de estos clérigos y prelados mostraban desdén por las asambleas canónicas; otros estaban separados por violentos rencores. Sus iras y violencias se traducían en homicidios. Corrompían a las mujeres, hijas, nietas o parientes de magnates e injuriaban a los nobles o a mujeres y doncellas de igual clase. Mutilaban a sus siervos. Molestaban a los fieles, más por odio que por deseo de corregirlos. Exigían remuneración por la administración de sacramentos y conseguían ser ordenados por dinero.

Rodeados de sus clientelas armadas entraron en el juego de las facciones. Secundándolas no cumplían sus deberes de acudir a apagar las rebeliones, alzamientos o discordias que estallaban en el reino. Y aún más, intervenían en tales contiendas.

El respaldo de la autoridad espiritual de la Iglesia, comprado con privilegios y humillaciones no bastó, por tanto, para salvar a España de frecuentes crisis de poder.

Fuente: Claudio Sánchez Albornoz.
Orígenes de la Nación Española. Estudios Críticos sobre la Historia del Reino de Asturias (Selección). La decadencia visigoda y la conquista musulmana