Los Estados Absolutistas, el caso inglés

En su obra ya citada en entradas anteriores, Anderson indica que, a pesar de haber tenido monarquías feudales más fuertes que las francesas, el absolutismo inglés fue más débil y de menor duración, mientras que aquellas alcanzaron gran plenitud, lo que no ocurrió en el reino de la Gran Bretaña.
 
Lo que es un aspecto singular de Inglaterra es la evolución de sus instituciones parlamentarias. En este país se desarrollaron los Parliaments, instituciones colectivas únicas y “entremezcladas”, es decir, sin la distinción tripartita de nobles, clérigos y burgueses, y ya desde el siglo XIII las ciudades tenían representación en el Parlamento inglés, centralizado tempranamente como su monarquía.
 
Señala el autor la distinción, dentro del Parlamento, entre Lores y Comunes es una evolución posterior, que no encierra una división estamental, sino intraclasista.
 
Estos parlamentos, que se reunían en Londres, aseguraron una limitación en el poder legislativo del rey: “se aceptó que ningún monarca podía decretar nuevas leyes sin el consentimiento del Parliament” , grafica Anderson.
 
Por otra parte, los aspectos judiciales y administrativos se distinguen de sus similares continentales en el hecho de que en ellos se da una fusión de la monarquía y la nobleza. El autor explica que esto se debe a la pervivencia de tribunales populares prefeudales, que configuraron un “terreno común sobre el que podía edificarse la mezcla de ambas”  instancias.
A esta unidad en los distintos aspectos de la vida política, administrativa y judicial debemos agregarle que, a instancias de monarcas fuertes, como ya señalamos, se produce otra particularidad.
 
Aún cuando la nobleza medieval inglesa es caracterizada por el autor como una tan voraz, feroz y guerrera como cualquier otra en Europa, la capacidad administrativa de los monarcas propicia el predominio inglés sobre la mayor parte de la Guerra de los Cien Años. 
 
“La lealtad de la nobleza inglesa –explica Anderson- estaba cimentada (…) en las victoriosas campañas exteriores” . Esto no cambió hasta que Carlos VII e Francia promovió la reorganización del sistema feudal francés; y “el penoso colapso final del periodo inglés en Francia fue el estallido de la Guerra de las Dos Rosas en Inglaterra” , enfrentamiento civil que culminó con la llegada de la dinastía de los Tudor.
 
Sobre el final del siglo XV, con el poder de la dinastía consolidado y la seguridad interior garantizada, Enrique VII desechó la institución del Parlamento, que hasta ese momento había celebrado sus reuniones anualmente. 
 
Con la Star Chamber y la Justice of the Peace, la monarquía se proveyó de herramientas para, con la primera, reprimir revueltas y sediciones y, con la segunda, reforzar la administración local.
 
Además, se ampliaron los dominios reales, se cuadruplicó su producto y se explotó al máximo posible los privilegios feudales y los derechos de aduanas. De este modo, a comienzos del siglo XVI el horizonte de Enrique VIII era prometedor.
 
Este monarca no aportó demasiados cambios. Efectivamente, Anderson señala dos breves campañas bélicas contra Francia como hechos principales en los primeros veinte años del reinado de Enrique VIII.
 
Sin embargo, dado que no tenía sucesor de sangre, Enrique decide divorciarse de su esposa española. Ello le acarrea problemas tanto con la Iglesia católica como con Carlos V de España. A fin de asegurarse el apoyo de la clase terrateniente en un verdadero asunto de Estado, Enrique VIII convocó nuevamente a un Parlamento, el más largo de la historia, del que quería obtener aprobación para realizar la incautación política de la Iglesia por el Estado en Inglaterra.
 
Ciertamente, al obtener finalmente el control de la Iglesia reformada, el poder del monarca se vio revitalizado; relanzado el gobierno, en términos más actuales.
 
Asimismo, los Parlamentos de la Reforma en Inglaterra, privaron a los señores del poder de designar a los Justice of the Peace, Gales fue incorporado legal y administrativamente al reino y, más llamativo, se decidió la disolución de los monasterios y la expropiación de sus tierras.
 
Al mismo tiempo, Cromwell amplió y reorganizó la burocracia, y sentó las bases  de un consejo privado de carácter regular, que poco después fue proclamado oficialmente “como organismo ejecutivo interno de la monarquía (…) Un Statute of Proclamations, destinado claramente a conferir al monarca poderes legislativos extraordinarios, emancipándola en el futuro de su sujeción al Parlamento (aunque) fue neutralizado finalmente por los comunes”.
 
Aunque el aparato represivo fue creciendo durante el reinado de Enrique VIII, y el poder personal de este monarca es equiparable al de Francisco I de Francia, Inglaterra no tenía, como aquella, un aparato militar sólido.
 
Las Compaignes d’Ordennance francesas y los Tercios españoles eran ejemplos de fuerzas militares regulares y modernas, junto a la utilización de mercenarios, porque “la construcción de un ejército fuerte era una condición indispensable para la supervivencia de las monarquías renacentistas del continente” . Sin embargo, la monarquía inglesa no alcanzaba a desentrañar esta realidad, aún cuando la posición internacional inglesa había cambiado radicalmente, cuando España y Francia se disputaban el territorio italiano e Inglaterra se veía distanciada de ellas . Inglaterra no tenía protagonismo militar a la par de sus competidores, y no había llegado aún el momento de su supremacía marina.
 
En 1543 Enrique VIII lanzó la que sería su última acción importante, una invasión a Francia en alianza con el imperio. La operación resultó un desastre con consecuencias de largo plazo. 
 
La suba de los costos de la expedición militar provocó diversos coletazos, como la devaluación de la moneda, la venta de las propiedades agrarias obtenidas de los monasterios y el fortalecimiento de la gentry, que adquiría esas propiedades.
 
Además, la clase noble se desmilitarizó acelerada y prematuramente, produciéndose una disociación entre la nobleza y la función militar que la había caracterizado en la Edad Media. A raíz de ello, la aristocracia se volcó gradualmente hacia las actividades comerciales.
 
La producción lanera se hallaba en alza, y la producción rural de paños, en paralelo con la otra, “proporcionaba salidas naturales para las inversiones de la gentry”.
 
Tras la fracasada incursión de Enrique VIII en Francia, se produjo una profunda miseria popular en el campo debido a las también desafortunadas medidas económicas destinadas a solventar la expedición.
 
En este marco, la minoría de edad de Eduardo VI representa una regresión en la estabilidad y poder de la monarquía, con verdadero peligro de desintegración; pero la llegada de Isabel al trono logró restablecer el estado anterior de cosas: “domesticó” a la Iglesia Anglicana y realzó la autoridad real sobre la base de la popularidad de la figura de la reina.
 
Sin producir grandes reformas, Isabel debió sin embargo enfrentar las inquietudes surgidas de un Parlamento que aumentó en tamaña, y dentro del cual la proporción de la nobleza rural creció también. Los planteos de carácter religioso y la oposición en temas fiscales obligaron a la reina a vender tierras nuevamente, para cortar la dependencia.
 
Por otra parte, todavía inferior militarmente, Inglaterra no podía trazar objetivos expansionistas, y su política exterior se limitó a unas metas “negativas”.
 
Anderson indica que Inglaterra debió limitarse a impedir que otros concreten sus objetivos, más que pelear por los suyos propios, y que su resonante victoria sobre la Armada Invencible española no la pudo capitalizar en tierra. Se dedicó, sin embargo, a la conquista de “la pobre y primitiva Irlanda” . Con sus vaivenes, esta guerra de conquista tomó varios años, sobre todo debido a que buena parte de la isla había quedado formalmente fuera del control de los monarcas Tudor, y porque los jefes que comandaban los clanes eran fieles católicos que se oponían a la anglicanización y llamaron al papado y a España. Finalmente, Inglaterra prevaleció en la disputa gracias a sus técnicas “despiadadas” para masacrar a la insurgencia.
 
El gran avance, en todo caso, llegó con el siglo XVI y el lento giro hacia el equipamiento y la expansión navales. Tanto los viejos barcos de guerra a remo como los buques comerciales fueron sustituidos por “grandes barcos de guerra equipados con armas de fuego. En el nuevo tipo de navíos de guerra, las velas sustituyeron a los remos y los soldados comenzaron a dejar sitio a los cañones” .
 
A mediados del siglo, sin embargo, Inglaterra se vio superada también en este plano, ahora por la aparición del galeón en España y Portugal. Pero a fin de la década de 1570 el Consejo Naval “impulsó una rápida modernización y expansión de la flota real. Los galeones de poco calado fueron equipados con cañones de largo alcance, situados en plataformas muy manejables, y destinados a hundir a las naves enemigas, en una batalla en movimiento, desde la mayor distancia posible” .
 
Estos y otros cambios promovidos en este contexto fueron los que proveyeron a Inglaterra de su dominio naval. Pero no solo a nivel militar, sino que su flota comercial cobró también relevancia. De hecho, la función de las embarcaciones era dual: los cañones se desmontaban de ser necesario para dar lugar a las mercaderías.
 
Finalmente, Anderson señala que “la armada se convirtió así no sólo en el ‘mayor’ instrumento del aparato coercitivo inglés, sino en un instrumento ‘ambidextro’, con profundas consecuencias sobre la naturaleza de la clase gobernante” , ya que los terratenientes se desarrollaron en forma paralela al capital mercantil de los puertos.

Fuente y citas: Perry Anderson. El estado absolutista. FCE, 1992