El Estado ha vuelto (si es que ustedes creían que se había ido)

Después del 11-S y de la crisis global, ni Marx ni Fukuyama ni Wall Street se atreverían a decir que no se necesita el poder de gobiernos soberanos para tomar decisiones en medio de la tormenta. La realidad ha devuelto al mundo casi al escenario de los Valois y los Tudor.

Algo curioso le sucedió a la sociedad humana en algunos lugares de Europa occidental hace unos quinientos años. Las unidades territoriales más chicas, ducados, principados, ciudades libres, regiones que dominaban caudillos bélicos anárquicos, y también zonas fronterizas violentas, cedieron paso a una serie de Estados-nación unificados (España, Francia, Inglaterra y Gales) cuyos gobiernos proclamaron poderes extraordinarios: monopolio de la fuerza policial y militar, derecho a recaudar impuestos y a establecer estructuras uniformes de gobierno, además de una asamblea nacional, una lengua común, himno, bandera, sistema postal y todos los atributos de la soberanía que los 192 miembros actuales de la ONU dan por descontados. El Estado nacional había llegado, y el mundo ya no volvería a ser el mismo.

Ahora bien, el Estado siempre tuvo enemigos y críticos, entre ellos muchos intelectuales que con audacia pronosticaban su caída. Karl Marx, por ejemplo, vaticinó que el futuro triunfo del comunismo internacional llevaría de forma inevitable a la "extinción del Estado".

Hace menos tiempo -y eso nos acerca al tema de esta columna-, observadores del capitalismo de libre mercado sin controles sostenían que el mundo se estaba convirtiendo en un gran bazar en el que los gobiernos eran mucho menos efectivos, las guerras y conflictos pertenecían al pasado, la Guerra Fría era una curiosidad histórica y las finanzas cosmopolitas constituían la fuerza dominante en los asuntos internacionales. Los lectores recordarán libros con títulos tan desconcertantes como El mundo sin fronteras (Kenichi Ohmae, 1990) y artículos audaces sobre "El fin de la historia" (Francis Fukuyama, 1989) como ejemplos de esa línea de pensamiento. Si el mundo pertenecía a algún grupo, era a los jóvenes ejecutivos bancarios de Goldman Sachs, a los capitalistas de riesgo y a los economistas del laissez faire. El Estado era algo anticuado, sobre todo en lo relativo a sus formas "sobredimensionadas" o de estilo totalitario.

Pues bien, dos importantes acontecimientos de principios del siglo XXI cuestionaron la premisa de que ya no necesitamos -ni tenemos por qué prestar atención a- lo que los conservadores estadounidenses califican en términos despreciativos de "big government". El primero fue el atentado terrorista del 11 de septiembre. Las acciones inesperadas y mortíferas de actores no estatales causaron una profunda herida al país más poderoso del mundo y lo llevaron a una asombrosa serie de respuestas contra al-Qaeda y luego contra los talibanes. También lo hicieron movilizar a la mayor parte de los otros gobiernos del globo para que éstos actuaran en defensa del orden de cosas centrado en el Estado.

Medidas de seguridad de todo tipo, una vasta acumulación de datos sobre ciudadanos particulares, el acto de compartir la inteligencia nacional con otros estados, así como medidas coordinadas contra cuentas bancarias sospechosas y productos prohibidos fueron algunas de las muchas consecuencias de la llamada guerra contra el terrorismo.

En lo que a mí respecta, escribí esta columna durante un reciente viaje por el mundo durante el cual el Estado fue algo omnipresente: en el aeropuerto de Roma pasé por tres controles de seguridad antes de llegar al sector destinado a la clase business, donde comenzaría una nueva serie de controles. Todo eso habría parecido muy raro hace veinte años. Si al miedo al terrorismo se le suman el recelo generalizado y las medidas contra la inmigración ilegal, se tiene la impresión de que el Estado sin fronteras, si es que alguna vez existió, quedó ahora reemplazado por controles gubernamentales y demostraciones de autoridad en todas partes.

El segundo acontecimiento aterrador es la crisis financiera de 2008-2009, en la cual la extendida irresponsabilidad del mercado inmobiliario subprime de los Estados Unidos tuvo un efecto dominó en todo el mundo y afectó a personas, bancos, empresas y sociedades enteras en un radio de miles de kilómetros. Pueden hacerse muchas observaciones en relación con este revés dramático, pero sin duda una de las más importantes debe ser la forma en que humilló a los que el novelista estadounidense Tom Wolfe bautizó con sarcasmo "los amos del universo", vale decir, los ejecutivos de la banca comercial, los asesores de fondos de cobertura y los falsos profetas de un índice Dow Jones en eterno ascenso. También se desplomaron algunas de las firmas financieras más distinguidas y venerables.

Lo que quiero destacar es que el mundo del capitalismo de libre mercado sin controles llegó a un fin abrupto y estremecedor y que el Estado intervino para retomar el control de los asuntos financieros y también de los políticos. En distintas partes del mundo, por supuesto, el Estado nunca desapareció y para fines de la década de 1990 ya había indicios de que aumentaba su poder en países tan diferentes como Rusia, China, Venezuela y Zambia.

Es, por lo tanto, el giro en las que hasta ahora habían sido economías de mercado, sobre todo en los Estados Unidos, lo que constituye el más asombroso de los cambios. Ver que las comisiones legislativas interrogan una y otra vez a los principales banqueros de los Estados Unidos, ver que sus empresas quedan sometidas a "pruebas de resistencia" gubernamentales, enterarse de que sus sueldos y sobresueldos, antes ilimitados, en el futuro deben tener un "techo", supone presenciar el derrumbe de gigantes. Es también un poderoso recordatorio de la fuerza latente del Estado-nación.

¿Quiénes son ahora los amos del universo, los Señores del Capital que año a año acudían en sus limusinas y helicópteros al Foro Económico Mundial de Davos, o los funcionarios de rostro adusto que están al frente de nuestros bancos centrales y Departamentos del Tesoro nacionales? La respuesta es obvia.

Hasta las grandes instituciones financieras globales bailan al compás de sus amos políticos, vale decir, los gobiernos que tienen el mayor poder de decisión en el seno de las mismas. Es verdad, el Fondo Monetario Internacional puede recibir miles de millones de dólares más en recursos para ayudar a las economías afectadas y las monedas que declinan, ¿pero de dónde salió esa autorización? De un grupo de gobiernos nacionales que vieron la necesidad de rescatar el sistema financiero mundial. No importa que haya sido decisión del viejo G7 o del nuevo G20 en su última reunión de Londres; lo que importa es que es evidente que fue un acto "G", un acto "Gubernamental".

En resumen, el Estado volvió al centro de la escena (si es que alguna vez había abandonado el teatro en lugar de limitarse a hacer una pausa tras bambalinas). El porcentaje gubernamental del PBI de la mayor parte de los países está en decidido aumento, a tono con el gasto del Estado y las deudas nacionales. Todos los caminos parecen conducir al Congreso, al Parlamento o al Bundestag, o al Banco Popular de China. Los mercados estudian con ansiedad hasta el más mínimo indicio de una alteración de las tasas de interés o cualquier comentario -deliberado o producto de la torpeza- sobre la fuerza del dólar estadounidense.

Nada de eso habría sorprendido a los reyes Valois de Francia, a los monarcas Tudor de Inglaterra ni a Felipe II de España. En definitiva, y para citar una de las frases favoritas del presidente Harry Truman, "el dólar se queda aquí", vale decir, que las autoridades políticas, electas o no, son las que tienen las riendas del poder.

Artículo del historiador Paul Kennedy para Clarín.