¿Hitler puede volver a ocurrir?


Esta columna del historiador Ian Kersahw apareció en el diario Clarín, a modo de reflexión dado el 75 aniversario del ascenso de Hitler al poder.

¿Podría volver a pasar lo mismo? Esa es la primera pregunta que se nos ocurrió el 30 de enero al recordar que 75 años atrás Hitler recibía el poder en Alemania.

Hitler llegó al poder en una democracia con una Constitución muy progresista y sirviéndose de las libertades democráticas para socavar y luego destruir la democracia misma. Esa democracia, establecida en 1919, fue producto de una derrota en la guerra mundial y una revolución y nunca fue aceptada por la mayoría de las elites alemanas.

Perturbada desde el comienzo por divisiones irreconciliables, la democracia sobrevivió a serias amenazas iniciales y encontró una aparente estabilidad de 1924 a 1928 para luego quedar ahogada por la caída de la economía después de la debacle de Wall Street en 1929.

El aumento espectacular del apoyo popular a los nazis (2,6% de los votos en las elecciones legislativas de 1928, 18,3% en 1930, 37,4% en julio de 1932) reflejaba la cólera, la frustración y el resentimiento de millones de alemanes que Hitler fue capaz de aprovechar.

Fue fácil volcar el odio hacia los judíos, a quienes se podía acusar de representar la amenaza externa del capitalismo internacional y el bolchevismo imaginada por Alemania. Poco a poco, un buen tercio del electorado alemán pasó a considerar a Hitler como la única esperanza para volver a poner al país de pie. En 1930 era efectivamente imposible gobernar Alemania sin el apoyo nazi. De todos modos, si bien los progresos electorales nazis podían bloquear la democracia, eran insuficientes para llevar a Hitler al poder.

De 1930 en adelante el Estado alemán quedó atascado en un punto muerto. Las formas democráticas continuaron. Pero la democracia en sí estaba muerta o al menos moribunda. Las elites antidemocráticas trataban de negociar soluciones, pero fracasaban debido a la intransigencia de Hitler. Finalmente, al no poder encontrar ninguna otra solución autoritaria, el presidente Paul von Hindenburg nombró a Hitler como jefe de gobierno, o canciller, el 30 de enero de 1933. Lo que siguió fue un desastre para Alemania, para Europa y para el mundo.

Estos hechos lejanos siguen teniendo ecos aún hoy. En Europa, a raíz del aumento de la inmigración, la mayoría de los países han experimentado algún resurgimiento de movimientos racistas y neofascistas. También en la actualidad políticos hábiles en todo el mundo han demostrado que son expertos en manipular el sentimiento populista y usar las estructuras democráticas par erigir formas de gobierno personalizado y autoritario.

El presidente Vladimir Putin ha ido llevando a Rusia en esa dirección. Venezuela, con el presidente Hugo Chávez, también ha puesto en evidencia tendencias autoritarias claras. En Zimbabwe, el presidente Robert Mugabe transformó la democracia en un régimen personal, arruinando así a su país. En Pakistán, la democracia ofrece una fachada al gobierno mili tar, aunque el presidente Pervez Musharraf se haya sacado su uniforme. Quizá más preocupante todavía sea que el presidente Mahmoud Ahmadinejad haya utilizado el apoyo populista en un sistema pluralista para empujar a Irán a una política exterior riesgosa.

Ninguno de estos ejemplos, sin embargo, representa un paralelo cercano a lo que pasó en Alemania en 1933. Los movimientos neofascistas de Europa pueden asustar a las minorías. Y han conseguido provocar tal resentimiento entre los inmigrantes que los partidos políticos dominantes han tomado nota de la oleada de sentimiento.

Sin embargo, salvo en el caso de alguna eventualidad imprevista como una guerra importante, o quizá, menos improbable, otro colapso del sistema económico, los movimientos neofascistas continuarán en las orillas de la política. Y ninguno de estos partidos puede hoy pensar en prepararse para una guerra de conquista con el objetivo supremo de tomar el poder mundial.

En otras partes, hay -y siempre habrá- formas espantosas de autoritarismo (algunas apoyadas por gobiernos democráticos). Pero ni en la forma en que adquieren poder ni en el uso que hacen de éste los gobernantes autoritarios modernos se parecen demasiado a Hitler. Las organizaciones y las instituciones internacionales que no existían en Europa entre las dos guerras -Naciones Unidas, la Unión Europea, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional- también representan algunas barreras al tipo de calamidad que fagocitó a Alemania.

Por fortuna, lo ocurrido en Alemania en 1933 y sus consecuencias, sigue siendo un episodio excepcionalmente terrible en la historia.


Nota e imagen del diario Clarín.

Ian Kershaw en Wikipedia (en inglés)